Opinión de Ariel González null
Por razones obvias el discurso de toma de protesta de Claudia Sheinbaum como presidenta de la nación era esperado con enormes expectativas tanto por sus partidarios y simpatizantes como por quienes no votaron por ella en las pasadas elecciones. Sus palabras como jefa de Estado tendrían lugar luego de un mes de intensa confrontación política y mediática, resultado de la aprobación –mediante una mayoría calificada cuya legitimidad ha sido cuestionada– de reformas muy sensibles como la del Poder Judicial y aquella que integra la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa.
Junto a la exacerbada polarización, los días previos a esta ceremonia política lucieron literalmente nublados por tormentas y huracanes, pero también por el clima de violencia (especialmente en Sinaloa), la justicia pendiente para los jóvenes desaparecidos de Ayotzinapa, la nueva catástrofe en Acapulco y hasta la pueril y ridícula renovación de una querella con la corona española por agravios ocurridos –contra los aztecas, supongo– hace cinco siglos. Súmese a este ambiente la actitud cada vez más destemplada de un presidente saliente que por momentos parecía ser el entrante.
“El beneficio de la duda” que muchos analistas y observadores de buena fe han pedido que se le conceda a Claudia Sheinbaum, iba a tener en el discurso que esta pronunció el pasado lunes su punto de partida. O por lo menos eso es lo que se esperaba, incluso por una franja de sus seguidores que desea verla dueña de la situación y empoderada realmente. Pero no fue así. Su debut discursivo como presidenta de la República evidenció un tono y una dinámica que repite aquella otra que ya había adoptado como candidata presidencial y que gira fundamentalmente en torno de la figura y obra de López Obrador.
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