El reto para la presidenta Sheinbaum es enorme. Recibe un país que sangra y lleno de víctimas. López Obrador fue incapaz de siquiera reunirse, por ejemplo, con las madres buscadoras, y se convirtió en un mandatario indolente al dolor; uno que en lugar de asumir su responsabilidad repartía culpas y en vez de enfrentar la espiral de crímenes, los negaba.
La culpa nunca era suya ni de su gobierno. Ante cada pico de violencia, atizaba contra el pasado. “La guerra de Calderón”, comenzada hace casi 20 años nunca dejó de ser uno de los lugares comunes favoritos. Y cuando las llamas del incendio arreciaron, tras la detención del ‘Mayo’ Zambada, de plano lanzó culpas al gobierno de EU. Total, que, durante su sexenio, López Obrador perfeccionó el arte de lavarse las manos.
Sheinbaum no es así. Su trayectoria y personalidad, pero sobre todo su paso por el gobierno de la CDMX, la describen muy distinta: reconoce las problemáticas y las ataca. Lo suyo no es el reparto de culpas, sino el trabajo y, sobre todo, la supervisión de las tareas encomendadas; es una mujer que gobierna con base en resultados. Si algo funciona, pisa el acelerador en esa ruta. Si algo no funciona, lo reconoce y corrige.
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