Las blindadas, para el servicio secreto de Cuéllar…. Todo es
Opinión de Jorge Castañeda
A diferencia de muchos de mis colegas, no he sido nunca partidario de gobiernos divididos per se. Tratándose de una peculiaridad de sistemas presidenciales -y parcial y esporádicamente de regímenes híbridos como el francés- no suele presentarse el caso en el parlamentarismo. Por definición, en el caso inglés, por ejemplo, un gobierno casi siempre dispone de una mayoría parlamentaria (absoluta, es decir la mitad más uno, o relativa, es decir más que los demás). En la hipótesis presidencial, que se deriva del antecedente norteamericano de 1787, con frecuencia se produce el impasse que hoy vemos en Estados Unidos, y que vivimos en México entre 1997 y 2018: un presidente de un partido, sin mayoría de ese partido en el Congreso, o frente a una mayoría opositora, en una o ambas cámaras.
He preferido siempre un mecanismo que garantiza, o de cualquier manera posibilita, que un presidente electo por el sufragio universal cuente con una mayoría legislativa que le permita poner en práctica su programa y gobernar con eficacia. Y cumpliendo con el mandato que le confirió el electorado. Sé que muchos estudiosos consideran que un sistema como el de la V República en Francia distorsiona la separación de poderes y tiende a crear ejecutivos súper poderosos. El presidencialismo puro, que impera en casi toda América Latina, obliga a negociaciones y acuerdos, y tiende a alentar proyectos de gobierno centristas, productos de los compromisos y distintas fuerzas disímbolas. A muchos les encanta; a mí no.
Pero mi preferencia, como la de muchos otros, incluía una reserva, o una concesión tal vez en alguna medida hipócrita. Una cosa es una mayoría parlamentaria asegurada para un presidente electo por el sufragio universal directo; otra cosa es la posibilidad de cambiar la Constitución con facilidad. La mayoría simple es indispensable para gobernar conforme a los deseos de los votantes; modificar la Constitución debe ser casi imposible. La estadounidense ha sido enmendada apenas 27 veces en casi 250 años, de las cuales diez fueron al arranque de la independencia (el llamado Bill of Rights); en realidad, se han producido 17 cambios en dos siglos y medio. La francesa, del General de Gaulle de 1958, lo fue en 27 ocasiones, la más reciente siendo la inclusión del derecho al aborto, este mismo año.
La columna completa, aquí:
Modificar la Constitución: de lo tropical a lo bananero (msn.com)